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TEATRO
La Gran Comedia

Solo les puedo decir a las nuevas generaciones que no dejen de asistir a la representación de esta obra. Después de tantos años sigue tan interesante como el primer día. Una obra maestra que deja al mismísimo Calderón por los suelos.

  Mariano Moral  | 15 de abril de 2013

Hace cinco años la Gran Comedia estaba todavía en su cenit y las entradas se agotaban día tras día. Llegaba hasta tal punto la popularidad de la obra que los ciudadanos ya no se conformaban con verla si no que llegaron a tomarla por real. A ojos de los espectadores, las diferentes escenas de la representación, desde la del franquismo hasta la de la monarquía parlamentaria pasando por la de la transición, ya no eran producto de los artificios de los tramoyistas, de los magistrales giros del guión o del arte ilusionista de los actores; muy por el contrario las tenían por la mismísima realidad.

Como en las películas de Hollywood, la deliciosa trama y el buen hacer de los actores invitaban al espectador a avergonzarse de su miserable existencia y a trasladar su alma a la apetecible ficción. ¡Qué felicidad se respiraba entonces en cada rincón del teatro!, la miseria había desaparecido de la existencia junto con la propia existencia.

Pero, ¡ay de los pobres espectadores cuando comprobaron que la representación a la que habían vendido su alma empezaba a cambiar radicalmente! De pronto los actores empezaron a renegar del guión, a meter entre líneas frases de su propia cosecha y a cambiar a su antojo la relación entre los personajes que establecía el libreto. Sin embargo los espectadores, adictos como eran a la representación, no se sintieron con fuerzas para revelarse ante tan poco ortodoxo giro argumental y dejar de asistir al teatro, si no que muy al contrario decidieron fingir que no pasaba nada y que la obra les parecía tan bonita y entretenida como siempre a pesar del repentino sabotaje a la que la sometían los actores.

Ahora, cinco años después, se da la peculiar situación de que los únicos que actúan son los espectadores. Efectivamente, los actores han abandonado totalmente la ficción y muchos espectadores están todavía sumidos en ella. La obra ha llegado a tales niveles de surrealismo que mientras los actores, así, porque les da la gana, gritan ¡tontos! a los espectadores con tanta espontaneidad como sinceridad, estos se limitan seguir a rajatabla su papel auto-impuesto y a aplaudir embobados.

El director de la obra, un tipo llamado rey que sustituyó en su día al director original conocido como dictador cuando este causó baja, no solo ni se molesta en dar indicaciones a los actores si no que se ha sumado a la rebelión realista de estos. Donde antes quería dar una imagen de dramaturgo responsable e independiente ahora se comporta con toda naturalidad como mercenario a sueldo de los productores de la obra. Éstos últimos, conocidos en el mundillo como “los amos del capital” y podridos de dinero después de tantos años de representación exitosa, se han limitado a hacer taquilla y poner pies en polvorosa dejando al director que haga y deshaga mientras ellos se dedican a montar de nuevo la obra en remotos lugares con públicos más frescos.

Los actores principales, todos políticos, sin excepción, no pueden estar más contentos. No solo se sienten liberados de las cadenas del guión si no que los productores les han aumentado el sueldo. Además los desorientados y sumisos espectadores no solo no les recriminan haber intentado sabotear la obra si no que les arrojan montones de dinero desde las butacas durante la representación. Por su parte, los actores de reparto, sirvientes fieles de los políticos, de momento no se quejan; no hacen tanta pasta como los protagonistas pero se aferran a la obra por parecerles una cosa segura.

A pesar de todas estas controversias la genialidad de la obra parece seguir vigente porque el teatro se sigue llenando y los espectadores se sienten totalmente implicados con ella.

Gran parte del mérito lo tienen los encargados de la promoción. Los medios de comunicación contratados por los productores de la obra para tal tarea mienten tanto, con tanta clase y descaro y con tanta asiduidad que cuando todavía los actores se dedicaban a actuar consiguieron convertir la mentira en verdad, y ahora que se comportan con total sinceridad han logrado hacer de la verdad mentira, manteniendo así enganchados a los espectadores habituales y atrayendo muchos nuevos.

Hasta hace cinco años la representación la llevaban a cabo los dramaturgos, desde hace cinco años los espectadores les han relegado; pero lo curioso del caso es que la obra no se ha alterado lo más mínimo. Todo ha cambiado pero todo sigue igual y lo cierto es que el espectáculo todavía está asegurado.

Cinco Estrellas. Jóvenes, no dejen de verla.


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