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La verdadera transición española
  Mariano Moral  | 9 de mayo de 2012

En el capítulo cuarto del epílogo de su libro Anatomía de un instante, Javier Cercas intenta ahondar en las raíces del descontento actual de una parte de los sectores izquierdistas españoles con respecto al proceso de transición democrática y al desarrollo posterior de la democracia. Nos dice el autor que a día de hoy la transición es de nuevo objeto de lucha política primero por “la llegada al poder político, económico e intelectual de una generación de izquierdistas… que no tomó parte activa en el cambio de la dictadura a la democracia y que considera que ese cambio se hizo mal…”, y el segundo por “la renovación en los centros de poder intelectual de un viejo discurso de extrema izquierda que argumenta que la transición fue consecuencia de un fraude pactado entre franquistas…capitaneados por Adolfo Suárez, e izquierdistas claudicantes capitaneados por Santiago Carrillo…que dejaron el país en las mismas manos que los usurpaban durante la dictadura , configurando una democracia roma e insuficiente, defectuosa”.

Sin embargo, como si el autor no creyera del todo en estas causas “circunstanciales”, o las creyera insuficientes o simplemente superfluas, remata su reflexión con un asterisco que nos conduce a un comentario a pié de página en el que cita a Odo Marquard en referencia a la ley de la importancia creciente de las sobras, la cual nos dice que “cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda, justamente porque disminuye”. Según Cercas esta ley explica “la creciente capacidad de insatisfacción de los seres humanos, fruto paradójico de la creciente capacidad de las sociedades occidentales para satisfacer nuestras necesidades”. O lo que es lo mismo, vivimos mejor que durante el franquismo, tanto material como políticamente, lo cual nos induce a olvidarnos del progreso que esto supone y a centrar nuestra atención en lo poco negativo (sobras) que queda sin apreciar realmente los avances que se han conseguido a pesar de todo. En resumen: si criticamos la transición o, más ampliamente, nuestra historia contemporánea, no es con un propósito útil si no para matar el aburrimiento que nos produce una vida tan supuestamente satisfactoria como la que tenemos.

Me centro en este pasaje del libro de Javier Cercas, una obra impresionante que merece sin duda ser leída a fondo, porque me parece que en cierto modo lleva implícito, escondido, un sentimiento bastante generalizado de que nosotros, las generaciones que no conocimos los horrores de la guerra, ni en gran parte los del franquismo, y vagamente los azares de la transición, no podemos mirar al pasado porque no tenemos base ni derecho a criticar un proceso que, en la teoría, nos evitó sufrir una nueva guerra civil, acabó con el franquismo y aparentemente construyó un régimen básicamente similar al republicano y de paso aumentó nuestro nivel de vida.

Es más, no solo no tenemos base ni derecho, si no que si lo hacemos (y aquí retorno a la cita de Odo Marquard) tan solo es porque, aunque tenemos necesidades básicas cubiertas y un amplio abanico de libertades ni siquiera soñadas cuarenta años atrás, siempre tenemos que buscar y criticar lo negativo que queda (aunque, en teoría, sea menos trascendente que lo positivo) no con el propósito seguir mejorando el mundo si no para satisfacer la sed de protagonismo que nos producen nuestro narcisismo o radicalidad. En resumen, que no sabemos ni queremos apreciar lo que tenemos o lo que supuestamente se ha conseguido y como niños mimados solo damos importancia egoístamente a las “sobras”, que son nimiedades insignificantes del pasado como por ejemplo que no se juzgó a los responsables de la dictadura ni sus crímenes, ni se resarció a sus víctimas, etc.

Esto es lo que yo veo como el handicap de mi generación, como si nos hubieran puesto, a modo de chantaje, delante de nuestras caras una gran señal que dice “Stop. Este mundo ya es perfecto tal y como lo recogisteis, vosotros ya tenéis todo lo que necesitáis, no os empeñéis en estropearlo absurdamente revolviendo el pasado”. Sin embargo, y muy a pesar de ese pié de página que Javier Cercas incrusta en su libro, me parece que hoy hay que volver al pasado más que nunca, y no para comparar regímenes políticos (república, dictadura, monarquía parlamentaria, etc.) ni para discutir el aspecto político de la transición, si no para analizar si las bases se nuestra sociedad siguen fundadas en esa rémora compuesta por el capital aglutinado en manos de una minoría anacrónica de todo poderosos capitalistas. Esa rémora hoy, para disgusto de los que creen ciegamente que esta democracia es envidiable y que para alcanzarla valió la pena todo sacrificio y concesión, sigue tan fuerte como hace casi ochenta años (cuando aplastó a esos hombres, no políticos, no señores, no intelectos, si no hombres de la calle, de la fábrica, del arado, que se levantaron por un mundo mejor) y nos está llevando de la mano por el sendero de la involución: de los ciudadanos de primera, segunda y tercera.

A día de hoy nuestra democracia es el parapeto perfecto para la misma elite que, generación tras generación e independientemente del sistema político, ha regido bajo sus mismas reglas, consabidas y no escritas, los designios de este mundo. Un ejemplo nacional: en el libro de Rafael Torres Los esclavos de Franco, los niños mimados de mi generación sin derecho a mirar atrás descubrimos atónitos que muchas de las empresas, familias y personajes más poderosos en la actualidad provienen de la dictadura franquista donde, a base de enchufismo y mano de obra esclava formada en muchos casos por presos políticos izquierdistas, amasaron una fortuna y un poder que sobrevoló la transición y se ha arraigado en esta democracia. ¿Esto también forma parte de “las sobras” que hay que olvidar en beneficio de esta “democracia” que se construyó “gracias a la transición”? Muchos de los libros escritos a cerca de la transición se centran tanto en el aspecto político que omiten este oscuro trasfondo, en el libro de Javier Cercas tampoco se habla de ello explícitamente, aunque de pasada nos diga que “[Suárez] dedicó aquel paréntesis en su ascensión política [1974-75] a hacer dinero con negocios dudosos convencido con razón de que era imposible prosperar políticamente en el franquismo sin gozar de una cierta fortuna personal”.

Está claro que, centrándonos en el verdadero poder, es decir, el económico, muchos franquistas entendieron que, a pesar del cambio político, su fortuna, sus negocios y su influencia iban a permanecer intactas o, como mucho, sometidas a leves variaciones. El camaleónico capital sobrevive mientras la gente discute y lleva a cabo cambios políticos. Pero este no es solo un problema exclusivo del franquismo y nuestra democracia. Algunos de los privilegiados de nuestros días no provienen del franquismo si no de mucho más atrás. Pasando por la corrupción capitalista total y absoluta de la época de la restauración, de los Borbones de principios de siglo y de la dictadura de Miguel Primo de Rivera, llegamos hasta la segunda República y observamos que los peces gordos del capital seguían indemnes su siniestro camino independientemente del sistema político. De toda esta desgraciada trayectoria de poder en la sombra encontramos un testimonio riguroso y de primera mano en la trilogía La forja de un rebelde de Arturo Barea. En su segundo libro La Ruta nos describe que personas (incluyendo, en primera línea de corrupción, a los Borbones y parte del séquito de nobles influyentes) y empresas (tanto españolas como multinacionales, especialmente alemanas, aunque ya por esa época despuntaban personajes nacionales como Juan March cuyo nombre, a pesar de todo, llega hasta nuestros días en forma de fundación con fines sociales, ¡que ironía!) empezaron y continuaron amasando fortunas sobre los pilares de la guerra de Marruecos, la corrupción y los monopolios.

Pero es este testimonio de Arturo Barea, sacado del primer capítulo del tercer volumen de su trilogía, La llama, el que refleja con más claridad y de primera mano los desmanes capitalistas en los finales de la dictadura de Primo de Rivera y en la época republicana:

“He visto…a docenas de tiburones de la industria y las finanzas, cada uno con su idea recóndita para acrecentar sus millones, aun a costa de vidas humanas…Pero no hablo de éstos, si no de los otros. De los comerciantes industriales que personalmente no existen. De los que no se llaman Muller, Smith o Pérez, si no que se esconden bajo un anónimo y se llaman la Deutsche A.G., la British Ltd. O la Ibérica S.A. y que en la impunidad de ese anónimo, sin que nunca se encuentre al responsable, acaparan negocios, imponen precios y destruyen países…Si es necesario sobornar a un ministro para que firme una ley, la sociedad da el dinero, pero es necesario que su agente sepa hacer de tal forma que nunca pueda probarse que fue la sociedad quién pagó”.

Estas “sobras” de la historia de España que, dada nuestra estupenda democracia y nivel de vida, deberíamos olvidar para construir el futuro sin revolver el pasado, nos ilustran a cerca de cómo los verdaderos tiranos de este siglo se han paseado tan campantes por las diferentes etapas políticas de nuestro país. Es curioso como los libros que claman por el retorno de la legalidad republicana omiten que los que realmente lucharon por la república (la cual, a pesar de los avances sociales que alcanzó mientras pudo, era otro régimen capitalista, como lo sería el franquismo y como lo es la monarquía parlamentaria) es decir, esos hombres de la calle, de la fábrica, del arado, eran en su mayoría revolucionarios y su primer objetivo no era “luchar por la democracia burguesa republicana” si no destruir la hegemonía del capital y construir una “verdadera democracia” asentada en los pilares de la justicia social.

Hablo del trabajador, claro, del hombre miserable de a pié, que era quién moría en el frente durante la guerra y quién de todo corazón buscaba una vida mejor mientras los dirigentes, no solo gubernamentales si no de los diferentes partidos y sindicatos, se dedicaban a la guerra sucia entre ellos por el poder en la segura retaguardia. Sobra decir que estos hombres de la fábrica y el arado luchaban contra el fascismo, pero tampoco querían un sistema seudo democrático gobernado por burócratas, fueran del color que fueran, que dependía de y beneficiaba al capital y a la mano negra que lo mueve generación tras generación. No querían tipos como esos políticos que el seis de noviembre de 1936 se largaron de Madrid a Valencia dando la capital por perdida y abandonando a su pueblo en una lucha casi suicida contra las tropas fascistas. Madrid no cayó y esos burócratas volvieron no para luchar si no para recoger el poder de nuevo cuando su pueblo ya había sido casi aniquilado. Lo mismo pasó en Cataluña cuando en el año treinta y siete hicieron todo lo posible, con éxito, no solo por frenar la revolución que estaba en marcha si no por hacerla desaparecer junto con los revolucionarios (socialistas de izquierda, comunistas libertarios y anarquistas aglutinados en sindicatos y partidos como el P.O.U.M) quienes, en primera instancia, fueron los salvadores de la República en el golpe de estado del treinta y seis. El capital vencía o vencía, ya fuera con Franco o con los republicanos, porque ninguno de ellos estaba dispuesto a meter mano a los capitalistas con la excusa, discutible por lo que al bando republicano concierne, de que había que posponer la revolución para ganar la guerra.

De todo esto encontramos un testimonio riguroso en el libro de George Orwell Homenaje a Cataluña. Aquí reproduzco un pasaje bastante ilustrativo:

“…exceptuando los pequeños grupos revolucionarios…todo el mundo estaba decidido a impedir la revolución en España; en especial el Partido Comunista, respaldado por la Rusia soviética, invirtió su máxima energía contra la revolución. Según la tesis comunista, una revolución en esta etapa resultaría fatal y en España no debía aspirarse al control ejercido por los trabajadores si no a la democracia burguesa. Es innecesario señalar porque la opinión liberal adoptó la misma actitud. El capital extranjero había hecho fuertes inversiones en España. La Barcelona Traction Company, por ejemplo, representaba diez millones de capital británico, y los sindicatos se habían apoderado de todo el transporte en Cataluña. Si la revolución seguía adelante no habría ninguna compensación [para la compañía], o muy escasa; si prevalecía la república capitalista los inversores extranjeros estarían a salvo. Y puesto que era indispensable aplastar la revolución, simplificaba enormemente las cosas actuar como si la revolución no hubiera tenido lugar”.

Mencionaré además otro breve pasaje de este libro, que se encuentra muy cercano al anterior y esclarece que no todos en el gobierno ignoraban, o querían ignorar, el verdadero sentido de la lucha: “…Juan López, miembro del gobierno de Valencia, declaró en febrero de 1937 que el pueblo español derramaba su sangre no por la República democrática y su constitución de papel, si no…por una revolución”. Los políticos que pensaban así pronto fueron relegados por otros "menos revolucionarios" y más normales e íntegros, es decir, menos protestones para con quién realmente mandaba.

Todos los pasajes reproducidos hasta ahora son un breve relato del andar capitalista por las sombras del poder en el siglo XX español. Sin embargo muchos de los libros que analizan la transición, como los que analizan la república y esta democracia, ya sea para denostarlas, ensalzarlas o dejar en balance cero lo bueno y lo malo de ellas, incurren en la misma omisión que Javier Cercas: ignoran el poder que siempre ha regido en la sombra y no se salen del término, por cierto muy general y ambiguo, de democracia. De hecho encuentro un paralelismo importante entre el tratamiento que dan de la transición, la guerra civil y la segunda guerra mundial; siempre se dice que fueron procesos por la victoria de la democracia; yo me pregunto por que clase de democracia: por la democracia capitalista y de privilegios de la elite o por una democracia por y para el pueblo. Confío en que el lector sabrá elegir de entre ambas opciones cual es la verdadera.

Observando esta tergiversación premeditada del término democracia a uno le da la sensación de que en el fondo nos dicen entre líneas y para que nos callemos “dejad todo como está aunque haya cosas que no os gusten, que no tenéis ni idea de lo que es una guerra, ni una dictadura, valorad lo que tenéis y callaros la boca”. Yo sinceramente pienso que con esta actitud solo consiguen que, como intento esbozar en este escrito, los que siempre han ostentado el poder independientemente del sistema político se perpetúen en él apoyados en nuestro “olvido concertado”. Pero lo que más me espanta no es esto, si no que aquello que califican de “sobras” que debemos relegar al cajón de la historia son nada más y nada menos aquellos hombres de la calle, de la fábrica, del arado, que desde su miseria y su lucha, no republicana, si no revolucionaria, fueron los únicos que intentaron vencer el monopolio tiránico de los que ostentan de forma perenne el capital y por tanto el poder.

Siento decir que estos hombres, aquellos que gritaban UHP y que tenían una concepción mucho más clara de la miseria y el hambre y la explotación que de cualquier retortero de teoría política, no solo fueron aplastados por el franquismo, si no por la misma república, por la transición y por nuestra democracia. Los dejaron en el olvido muchos izquierdistas y, por supuesto, todos los derechistas dando así vía libre a la tiranía del capital sobre todo sistema político (ya fueran totalitarismos de toda clase o democracias de medio pelo) y en última instancia dejando a mi generación en un hoyo de conformismo e hipocresía para con el sistema que apestan a podrido. Yo no voy a olvidar a esos hombres harapientos, hambrientos y miserables en pro de un sistema que supuestamente me lo proporciona todo usando un jodido truco de ilusionista que, ya lo estamos viendo, nos conduce de cabeza a la debacle. Yo, sea por motivos más o menos discutibles, no estoy orgulloso de esta democracia, ni de la transición, ni del rey, ni del franquismo, tampoco la república. El todopoderoso ha ido pasando a través de ellos sin ensuciarse las botas mientras intelectuales, políticos, militares, etc. se distraían discutiendo y matándose por teoría política…o por el poder.

Yo solo estoy orgulloso de no haber olvidado la memoria de esos hombres de la calle, de la fábrica, del arado, que no eran intelectuales, ni políticos, ni hombres de negocios, ni tenían una concepción ideológica compleja formada en su mente, pero que sin embargo fueron los únicos que tuvieron el valor de reconocer al enemigo y combatirle, ya estuviera camuflado en el fascismo o en intentonas de democracia, aunque al final fueran abandonados y traicionados en muchos casos incluso por sus dirigentes. Esa gente, esas “sobras” molestas que “nos impiden valorar lo que tenemos”, son, en mi opinión la representación de la responsabilidad que tiene mi generación no solo con el pasado, si no con el futuro: reconocer y combatir la que ha sido la verdadera lacra siniestra en nuestro pasado, la que es en el presente y la que será, si no hacemos nada, en el futuro independientemente del sistema político; el capital aglutinado en sectores privilegiados que ejercen monopolios tanto políticos como empresariales, el club de los habitantes “vip” del planeta tierra.

Un hecho significativo del lavado de cerebro a-ideológico al que nos somete el sistema (no sea que nos vaya a dar por ser pobres diablos revolucionarios) es que la gente de izquierdas no se quite la república de la boca a la hora de criticar la transición y que la gente de izquierda moderada y de derechas no se quite de la boca la democracia para defenderla o quitarla lastre. Esto indica que las ideologías se han llevado a la farsa en el camino a-ideológico capitalista y que este sistema (tan bueno y con el que hay que conformarse) es otra farsa que pronto nos va a estallar en la cara. Solo me queda preguntarme si mi generación, la generación de los que se quejan por quejarse dado que “cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda, justamente porque disminuye”, sabrá traer a la memoria a quién realmente importa, a las verdaderas y famélicas “sobras” del siglo XX español, cuando llegue el momento de despertar de este sueño.

El poder de la elite no ha dejado de triunfar en nuestra historia reciente, y por tanto nosotros, la gente de la calle, que nos hemos acomodado en una ilusión que está a punto de desvanecerse, no hemos dejado de salir derrotados una y otra vez y, tristemente, dando nuestro beneplácito. Es nuestra responsabilidad intentar cambiar las tornas porque la verdadera transición española no ha sido la democrática, si no la de los capitalistas paseándose impunemente por nuestra historia contemporánea.


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