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El Voto
  Mariano Moral  | 1ro de junio de 2015

El voto, me refiero al acto de ejercer el voto, es algo sobre lo que muy poca gente opina. Se da la paradoja de que, siendo el eje central de la democracia representativa, el que más expuesto debería estar a la crítica por la propia salud de la democracia, es el tema más tabú. Adentrarse a analizar los muchos condicionantes que pueden manipular, imponer, tergiversar y finalmente corromper la acción (en principio libre) de un votante parece que es como insultar a la democracia en general y a los votantes en particular.

Creemos equivocadamente que poseemos toda la información necesaria para hacer un juicio correcto cuando en realidad, y en la mayoría de los casos, lo únicos datos que tenemos son el nombre, la cara y el color de corbata de los candidatos. También, por supuesto, sus mensajes cebados de eslóganes y las tácticas de marketing político y electoral que empotran en nuestras mentes por todos los medios; eso sin mencionar siniestros antecedentes que a menudo preferimos ignorar. Y aún así, hacer crítica del voto parece, por desgracia, una blasfemia. Asumimos, más como un acto de fe que fruto de la razón, que nuestros votos son incuestionables. Y parece que lo hacemos más porque son “nuestros” que porque sean incuestionables. De hecho hay mucho que cuestionar al respecto: ¿Cuántos corruptos han salido y salen de las urnas? Muchos, y también, viajemos por la historia, algún que otro tirano.

“El pueblo ha hablado y hay que respetarlo”. “Primero felicitar a los ganadores…”. “Si están ahí es porque les han votado”. “Las urnas son sagradas”. Estas son expresiones llenas de sentido e imprescindibles en democracia; siempre y cuando se encuadren en un sistema limpio y justo. Pero hoy en día, en un país emponzoñado de corrupción política, parecen haberse convertido en actos reflejos, tics viscerales y carentes de auto-crítica. Si Al Capone levantara cabeza, se presentara a las elecciones y las ganara, en primera instancia no cuestionaríamos la desafortunada decisión de haber puesto a un gangster en el poder, no, seguramente diríamos “las urnas han hablado”. La cuestión de cómo habría sido posible que Al Capone ganara los comicios (esto queda a la imaginación del lector) quedaría enterrada, porque cualquier comentario al respecto sería mal entendido como una intentona de llamar estúpidos a sus votantes.

En ocasiones somos demasiado orgullosos o interesados como para reconocer que nuestros votos pueden estar influenciados por condicionantes subjetivos que se escapan a nuestro control. Si, en tal caso los votos seguirían siendo legítimos, pero habría que analizar de que sirve la legitimidad si no se apoya en una base de información honesta y transparente, en programas electorales cuyo incumplimiento fuera severamente castigado, en listas abiertas, en un sistema electoral justo, en revocabilidad inmediata de cargos incompetentes, corruptos, imputados, etc., y sobre todo (aunque sea algo que por lo general pasa desapercibido) en la expulsión de toda táctica de marketing, de presión y de manipulación en los procesos pre-electorales.

Primero ha de haber una legislación implacable que obligue a la transparencia total y a la honestidad para que la legitimidad del voto tenga un valor real. Del mismo modo que la libertad de expresión, el voto no sirve de nada si está sostenido sobre fantasías, mitos o mentiras y no tiene poder decisivo (no es lo mismo decidir quién va a gobernar que decidir cómo se va a gobernar). Pero ¿quién reconocería que no ha votado en las mínimas condiciones que le deberíamos exigir a un voto legítimo? No nos engañemos, miremos a nuestro alrededor para comprobar las condiciones en las que ejercemos nuestro derecho al voto. Son demasiado subjetivas, un decorado de eslóganes e intereses creados, de lealtades ciegas y programas tan manoseados como incumplidos.

Yo he votado en varias ocasiones a un partido cuya cúpula considero que ha traicionado a sus bases, a su nombre y a su historia, una cúpula que ha estado salpicada por casos de corrupción, que privatizó el sector eléctrico cuyos dirigentes hoy cortan la luz a familias sin recursos y (por no extenderme dando ejemplos) cuyo secretario general durante dos décadas se lleva una fortuna por una cuantas reuniones al año en el consejo de administración de Gas Natural. Ahora reconozco los condicionantes que influenciaron esos votos y eso ni mucho menos me convierte en un estúpido, ni a mí ni a nadie. Debemos sacudirnos el mito: en la democracia lo más importante no es el acto de votar si no las causas y las consecuencias del voto. Un voto solo se hace honor a si mismo cuando va precedido de participación constante, transparencia e información veraz; y solo cuando produce una obligación ineludible para los votados o sobre lo votado. Un voto solo debería tener valor cuando arrastra al votante a la vida política y no cuando la deja en manos de un tercero un espacio en blanco de cuatro años.

La “acción de votar” debe ser un tema de debate constante en un momento en el que se utilizan las mismas tácticas para vender detergentes o coches que candidatos. Si nos fijamos en un anuncio cualquiera nos daremos cuenta de que de lo que menos hablan es de las cualidades objetivas del producto. Se limitan a presentarte una familia aparentemente feliz, perfecta, idílica, o una mujer escultural, o un tipo duro del que se enamoran todas las mujeres, o un ser humano sofisticado, etc… y relacionan el producto con esa fantasía. Así, ya no comprarás el producto si no la fantasía, y llegará un día en el que seas tan adicto a esa fantasía que ya no podrás dejar de comprar el producto. Esto es exactamente lo que sucede hoy en día en política.

Entiendo que bajo el viciado sistema representativo, en la era mediática de la tergiversación, la manipulación y el bombardeo constante y premeditado de mensajes contradictorios, la época del consumismo y la corrupción sistémica, ejercer el derecho a voto con garantías y objetivamente es casi imposible. El movimiento asambleario, siempre y cuando no centre sus aspiraciones en la consecución del poder, nos abre el único camino posible para dar sentido al voto. Un voto que no nos exima de nuestra responsabilidad para dársela a otros, si no que nos implique cada vez más en el gobierno de nuestra sociedad. Un voto constante que no sirva para nombrar si no para legislar y ejecutar lo legislado. Un voto que destruya el poder en vez de regalarlo.


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