Las Navas del Marqués a 29 de marzo de 2023 |
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Estoy aquí y no puedo evitar preguntarme si estamos todos jodidamente locos. Todo el mundo corre, vuela, de estante en estante mirando y manoseando compulsivamente ropa, teléfonos, accesorios, adornos navideños y todo lo que se ponga en la línea de sus ojos gritando ¡CÓMPRAME! Encima de cada uno de los estantes que conforman el laberinto del centro comercial hay un cartel gigante que reza “AMOR QUE DAR” rodeado de bolitas y luces navideñas. Amor que dar parece un mensaje divino, casi un mandamiento navideño que sin duda –pienso cabreado—contiene un poderoso mensaje subliminal entre líneas: TANTO COMPRAS TANTO QUIERES. Da pánico pararse y observar esta masa enloquecida por el consumismo bárbaro y comprender con que crueldad es empujada hacia él por la gran mano invisible.
Aquí, parado, clavado, en esta encrucijada del centro del laberinto, no puedo alejar el incómodo pensamiento de que esta es una sociedad enferma. Una sociedad sin finalidad ni horizonte, una masa encerrada en una pesadilla inalterable. La teoría marxista dice que la sociedad evoluciona trazando una escalera, cada peldaño ascendido, cada avance, cada progreso, es fruto de una revolución; cada rellano es un proceso que abarca desde el momento revolucionario hasta el estancamiento y consiguiente corrupción de este; aquí es cuando la sociedad misma, hastiada de dicho estancamiento, llega hasta el pié del siguiente escalón y provoca otra revolución para seguir avanzando. Pero aquí, en el gran centro comercial, no hay ni rastro de hastío. Después de tantas dudas a cerca de la integridad de la masa que se abarrota en este centro comercial de repente me asalta la certera y poderosa impresión de que tal vez estoy equivocado y ya hemos llegado al final de la escalera y solo queda llamar a las puertas del cielo.
Lucho por volver a ser consciente. Si esta sociedad está enferma yo estoy enfermo también. Yo soy parte de ella y tan adicto a sus drogas como cualquier otro. No estoy tan ciego como para no comprender que el hecho de estar pensando todo esto en absoluto me vacuna contra la enfermedad. Entonces, como caido del cielo, se planta ante mis ojos (¿o ya se plantó antes?) un cartel luminoso gigante en el que se dibuja un Papá Noel en su trineo que invita a subir al siguiente piso: la sección de artículos navideños. En el lateral del trineo esta escrito “Knoking on heavens door” y comprendo de súbito que esta fue, sin que yo fuera consciente de ello, la inspiración subliminal para todo lo que pensé antes acerca de escaleras y cielos. Sin duda todo lo que critico está ganando terreno en mí interior, parece que ya ha ganado la batalla en el subconsciente.
Enfrente de mí se levantan las escaleras mecánicas por las que invita a subir Papá Noel. Baja por ellas una alegre melodía navideña seguida de una familia. Todos llevan gorros rojos, una sonrisa de oreja a oreja y van cargados de bolsas. Los niños y sus padres parecen haber salido de una postal navideña, la imagen es simplemente perfecta. ¿Para que estoy aquí? AMOR QUE DAR— me responde un cartel que queda a mi derecha—. Subo las escaleras mecánicas como empujado por una fuerza invisible y compruebo que, efectivamente, aquello es el cielo. No puedo evitar la risa, de repente no quiero evitarla. Ahora empiezo a ver con claridad que el único enfermo soy yo, miro la gente, miro el lugar, siento el ambiente, todo es acojonante ¿Qué paranoias son esas que rondan mi cabeza? Todo está bien y sin embargo yo me empeño en amargarme con pensamientos absurdos a cerca de consumismo, sociedades enfermas y tonterías parecidas. ¡Carpe diem chaval!
Ahora si que estoy disfrutando de verdad. En un par de horas ya me fundido toda la pasta pero, eso si, sin remordimiento. ¡Por fin he conseguido todo el amor que se merecen mis seres queridos! Y va correctamente embalado y seguro dentro de las bolsas. La alegría que me produce el hecho de haber encontrado la manera de disfrutar la Navidad como todo el mundo y sentirme por fin parte de ella es tan grande que cuando salgo a la calle parece que la miseria y la injusticia que vi antes de entrar al centro comercial se han evaporado. Ahora todo tiene sentido. Ahora se que esto es a lo que todo ser humano debe aspirar.
No me creeréis si os digo que encontré la felicidad aquella tarde y aun doy gracias por haber podido despejar los nubarrones que empantanaban mi cabeza cuando entré a ese centro comercial. Desde aquel día, en cuanto tengo un hueco, me voy a disfrutar alegremente de la compañía de la gran masa consumista. Los del banco lo comprenden perfectamente. Dicen que ellos harían lo mismo.