Las Navas del Marqués a 29 de marzo de 2023 |
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Hay una gran hogaza de pan duro encima de la mesa cuyos bordes están surcados por regueros de dentadas. Alguien mordió, volvió a morder y morderá una y otra vez hasta que sus dientes terminen por resquebrajarse. O hasta que el pan, ya verdoso y maloliente, por fin quiebre. Pero dime, hermano, ¿de qué te serviría a estas alturas tragar un alimento que acabaría por indigestarte y hacerte vomitar?
Sería fácil dejar de mirarle fijamente mientras reúnes fuerzas en vano para la siguiente dentada, y estirar el brazo, cerrar el puño, golpear la hogaza con el dorso de la mano y mandarla a la mierda. Eso sería fácil, pero después ¿qué? Tendrías que levantarte, caminar más allá del lugar donde has estado anclado más de media vida y buscar harina, agua, sal y levadura para hornear una nueva hogaza. También leña y barro, y un lugar bien alto donde construir el horno, para poder contemplar el mundo, nuestro mundo, y sentirte parte de él entre hornada y hornada.
Tendrías que aprender a hacer pan después de haber sido dependiente del que un día alguien puso encima de tu mesa. Sería algo bonito, ¿no crees? Me refiero a lo de hacer pan, daría cierto sentido a nuestra vida. Hacer pan una y otra vez hasta que llegue lo inevitable, y que cuando nos llegue el momento podamos decir que estamos salvados porque luchamos. Sea cual sea el final de nuestras hogazas, ya sea un cubo de basura, nuestro estómago o el de algún perro, las crías de un burriato, un hormiguero o una comunidad de bacterias, habremos ganado si nunca dejamos de hornear produciendo poco a poco pan de mejor calidad.
Pero antes de salir del círculo vicioso en el que te encuentras, fíjate en el espejo que te pongo delante y centra tu atención en la hogaza del reflejo, en las inofensivas marcas que han dejado tus dientes a lo largo de su podrida corteza. Ahora abre tu boca y mírate en el espejo, cuenta lo dientes que te quedan, observa su color amarillento y los restos de corteza de pan que se han ido acumulando bajo tus hinchadas encías. Y qué me dices de tu expresión cansada, sin esperanza, rota por los surcos de la obstinación y la impotencia.
Crees que si logras digerir la base de tú existencia, hacerla pasar por las tripas de tus deseos e ilusiones, de tus ideas y convicciones, finalmente la sacaras de tu interior transformada en aquello que tú consideras bello y justo. Crees que lo podrido puede ir contra natura y despudrirse si pones en ello toda la fe del mundo. Pero amigo mío, si logras digerir esa hogaza de pan sin vomitarla antes, de tu trasero no saldrá una hogaza fresca y tierna, si no un mojón. Una mierda maloliente como las que expulsan día tras día los carroñeros que hacen festín de la podredumbre.
Ya sé que tú no quieres ser como esa banda de cabrones que merodean por los centros financieros y empresariales y los parlamentos de pueblos y continentes, esa gentuza que llena de mentiras e hipocresía los periódicos, la caja tonta y por ende nuestras vidas. Ya sé que tú tienes buenas intenciones, por eso has de comprender que cambiar algo pasa por destruir lo que era. No se puede regenerar lo corrompido, tan solo prolongar en el tiempo el proceso de descomposición haciéndolo aun más repugnante. Por este engañoso camino, un buen día, tú, que quieres cambiar la base de la existencia, te llevarás las manos a la boca y no podrás palpar ni un solo diente.
Y ese pan que has de empezar a hornear desde este preciso instante, hornear y hornear antes de que el pan de ayer se ponga duro, es la política, la verdadera base de nuestra existencia. El espacio común que evita que nuestras individualidades se devoren unas a otras como caníbales hambrientos. No dejes nunca más que nadie hornee por ti el pan de la política y lo coloque encima de tu mesa para que te lo comas te guste o no. No esperes de una hogaza que se mantenga fresca y tierna y mucho menos que, una vez dura y mohosa, resucite de su propia corrupción. Estira el brazo y quita esa hogaza podrida de en medio, luego levántate y hornea, hornea, hornea sin parar.