Las Navas del Marqués a 15 de agosto de 2022 |
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¡Dios mío, cuánto lo extraño! Extraño sus pasos errabundos, el rítmico subir y bajar de su pecho y, sobre todo, extraño sus manos; sí, sus suaves manos acariciando mi cabello... ¡ay!
¡Qué felices fuimos allá en nuestra Francia! Él sol brillaba. ¡Nosotros brillábamos! Él y yo éramos una misma carne. En cambio aquí...
¿Qué será de él ahora? La duda resulta inevitable. ¿Habrá podido retornar al fin a la dulce patria que jamás debimos haber abandonado? Al evocar a Francia siento como si el llanto estuviese a punto de manar desde el fondo de mis ojos, resecos ha largo tiempo. ¿Será acaso posible que un día volvamos a unirnos allí, ya muertos, tal como lo estuvimos en vida? ¿Podrán quizás descansar juntos nuestros huesos en el
Cementerio de Sainte-Geneviève, cual los de aquellos célebres amantes Abelardo y Eloísa? ¡Ay, si Dios así lo quisiese! Mas ¿a qué engañarse? Mi Fe y mi Esperanza están flaqueando; he de confesar, aunque me duela en lo más profundo, que todas y cada una de mis ilusiones yacen quebrantadas y esparcidas, iguales al hielo de un charco que débil cede ante el embate de una bota claveteada de hierro...
¿Se apiadará alguien de nosotros dos y logrará juntar, de una vez y para siempre, la cabeza y el cuerpo de quien, en vida, fuese René Descartes?
Lo dudo muchísimo, y no sólo como método.