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Transitando en círculos
  Mariano Moral  | 26 de marzo de 2014

Por lo general, cuando alguien de mi generación quiere hablar de la transición, no se le toleran posturas críticas. Muchos de los que vivieron esos años como adultos nos echan en cara nuestra falta de experiencia, el no saber lo que fue la dictadura, y por tanto la imposibilidad de comprender a fondo aquella época. A veces parece que nos tratan de impertinentes cuando, por ejemplo, hablamos de Suárez sin recurrir al tono épico y glorioso que hemos visto aparecer hasta la saciedad en los medios en los últimos días (y en todos los 23-F desde que tenemos memoria). Al parecer no nos queda otra opción que estar agradecidos.

Lo que muchos no entienden es que los que no vivimos aquellos años no los criticamos por lo que nos cuentan de ellos, ese mito cada vez más difuso que se transmite de padres a hijos, si no precisamente por lo que intuimos que no nos cuentan. ¿Cuál es el verdadero papel de los “padres de la democracia”? ¿Cambió realmente de fondo el orden social? ¿Se alteró el estatus de las familias que amasaron fortuna durante el franquismo con la llegada de la democracia? ¿Fue la monarquía parlamentaria una solución que se basaba en el sacrificio multilateral o la simple acción de cambiar todo para dejar todo cómo estaba?

Son estas y muchas otras las preguntas que hoy nos hacemos, y no con ánimo de despreciar a los muchos que vivieron, creyeron y apoyaron la transición, si no obligados por la situación en la que nos encontramos actualmente. Nos las hacemos porque a día de hoy queda patente que este sistema de libertades, incluyendo la libertad de expresión que ahora me “permite” escribir esta inofensiva parrafada, no es más que un placebo para hacernos creer que podemos influir en una realidad que ya está establecida de antemano. Es el mismo presente el que confirma que España sigue siendo en gran medida un reinado de señores de cortijo.

La libertad no es más que una mera pantalla cuando no va acompañada de un mecanismo de acción y participación puramente democrático que permita al ciudadano utilizarla para alterar la realidad en la que vive. Tenemos libertad, pero a la hora de hacer verdaderamente efectiva esa libertad no tenemos otra vía que el voto, una mera válvula de presión colectiva, el pedestal donde se asienta esta ilusión democrática. Si, tenemos libertad, libertad para consumir hasta reventar, libertad para gritar en el bar, libertad de plastilina, fácil de moldear y mucho más de romper. Una libertad inútil, puesto que no cambia nada. La hija del mito, el mito conveniente de aquellos años en los que la sociedad estaba cambiando de forma irremediable y el antiguo sistema hubo de mutar al nuevo precisamente para perpetuarse, y lo hizo contemporizando, dosificando, manipulando esa libertad-señuelo que necesitaba para sostener su pantomima.

La constitución, dicen los expertos, es una especie de joya jurídica, la garantía de que este sistema es democrático. Sin embargo, tenemos que pagar un alto precio (o endeudarnos) para disfrutar de muchos de los derechos básicos que contiene, y sobra decir que las obligaciones no son las mismas para todos. Las palabras de la constitución parecen evaporarse cuando se la expone a la realidad y sus fundamentos son maleables en función de los intereses económicos de las elites, de aquellos que nos dicen que hemos de ser eficientes, productivos y baratos, los que nos tiran dinero con interés para que compremos a crédito nuestros derechos y sus productos, los que reciben indultos o absoluciones por expoliar el bien común.

Me resisto a creer, pero creo, que todo esto es un legado de la transición y no una degeneración de su espíritu. Sin embargo, cabe preguntarse si es justo que juzguemos a los de ayer por los pecados de los de hoy. Mejor dicho, cabría preguntárselo si unos y otros no fueran básicamente los mismos. Los mismos que escriben por doquier artículos que rebosan cinismo e hipocresía, tal vez atendiendo a una estrategia común para mantener en pie el mito. El mito conveniente. Muestra de ello es, por poner un ejemplo de los más flagrantes, el artículo de Aznar en El País, donde asegura, entre un éxtasis de alabanzas, que Suárez fue su ejemplo a seguir.

Soy crítico con la transición porque no sé donde está el límite entre la verdad y la ficción, pero estoy seguro de que hay ficción y eso me basta. Ficción que se contrapone brutalmente con la cruda realidad que hoy padecen muchos españoles, igual que se contraponía ya en los mismos inicios de la democracia. Hace unas semanas estuve leyendo a cerca de la Asociación de Madres Contra la Droga, creada en Vallecas a finales de los años setenta. Fue ayer cuando me vino a la memoria de nuevo tras leer los artículos del prediseñado réquiem por Suárez porque pensé que era el mejor argumento para destapar la ficción que alimentaba este sistema: la lucha real de unas madres que comprendieron que se estaba procediendo a la destrucción sistemática de la juventud, es decir, del espíritu de acción directa por una democracia real, de la rebeldía contestataria, del inconformismo activo, mediante un aluvión de heroína.

Silencio fue lo único que obtuvieron esas madres cómo respuesta a su lucha, silencio cómplice por parte de los “nuevos” demócratas, silencio que contrastaba con los ruidosos aplausos en las proyecciones de las películas de Almodóvar o en los conciertos de los Pegamoides. También, por supuesto, en lo mítines electorales. Silencio siguen encontrando hoy los que se empeñan en hurgar en la realidad, en destapar la farsa; los aplausos, los vítores se los lleva nuestra gloriosa monarquía democrática, los que mandan, los que ansían mandar y los que quieren seguir creyendo ser libres en la ficción de esta frívola libertad, en este eterno transitar en círculos.


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