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RELATO BREVE
El Remitente
  Mariano Moral  | 4 de enero de 2014

Estaba mirando ensimismado su retrato difuminado tras la densa y gris cortina del humo que emanaban su puro y sus pulmones. Era tal la concentración que estaba dedicando a su propia imagen que no se dio cuenta de que alguien llevaba ya un par de minutos llamando a la puerta de su despacho. Solo cuando su estómago empezó a exigir el caldo, el café y el coñac mañaneros, se distrajo lo suficiente de la visión de si mismo como para oír los golpes en la puerta. Con absoluta desgana instó a quien estuviera al otro lado a que pasara, entonces la puerta se abrió y entró su segunda de abordo, a quién él solía llamar “La Solucionadora”, y ocultando su hastío por la espera bajo una forzada sonrisa, dejó un paquete encima de la mesa.

- ¿Esto qué es?—preguntó él con cierto desdén.
- Puede ser una cajita de puros—respondió ella.
- ¿Quién lo envía?
- Remitente desconocido.
- Será un regalo.
- Seguro…

Dejó el puro en el cenicero y cogió el paquete con ambas manos para después zarandearlo en el aire.

- Parece un libro—dijo él frunciendo el ceño.
- No lo creo, esos no son la clase de regalos que...
- He dicho que lo parece, no que lo sea.
- Ya.
- Vale, venga, sal.

La Solucionadora se marchó y él abrió el paquete. No era un libro, si no un diario en blanco. Levantó la pasta y empezó a ojearlo. Cada página era un día y cada día estaba tachado con una cruz, como si ya hubiera pasado o como si estuviera perdido de antemano. Empezaba el uno de enero de 2014 y terminaba cierto día del mes de mayo del año 2015. La penúltima página estaba cruzada de izquierda a derecha por un línea roja que, sin saber por qué, le recordó a esas máquinas de los hospitales que registran las constantes vitales o, para ser más exactos, le recordó al momento en que esas máquinas dejan de registrar constante alguna.

Con un pitido constante y agudo zumbándole el entendimiento llegó hasta la última página del diario y se encontró con una breve nota escrita a mano. La leyó varias veces mientras veía como crecía en su interior un fuerte sentimiento que él calificó para sí de “mosqueo”, pero que en realidad era, y el lo sabía, en el fondo lo sabía, un claro síntoma de que empezaba a entender el verdadero significado del diario y, lo que era aun más desconcertante, las intenciones del misterioso remitente.

No puede ser, se dijo en voz baja mientras encendía de nuevo el puro. Releyó la nota por enésima vez y finalmente se decidió a hacer lo que en ella se le indicaba: “Mira por la ventana, justo en frente de ti”. La plaza estaba desierta y la húmeda niebla la daba un aspecto fantasmagórico, pero la niebla no tardó en levantarse y los edificios que rodeaban la plaza quedaron al descubierto. Fue entonces cuando lo vio, de pié e inmóvil, mirándole fijamente desde el balcón del primer piso de uno de aquellos edificios, y supo de inmediato que nadie si no aquel hombre podía ser El Remitente.

El “mosqueo” no tardó en transformarse en estupor para, finalmente, convertirse en miedo cuando la voz de El Remitente (bien conocida por él), quien le observaba implacablemente desde la distancia, empezó a resonar en su cerebro. Antes de centrarse en las palabras que ahora sacudían su mente sin que él pudiera hacer nada por ignorarlas, observó que El Remitente no estaba moviendo los labios, aunque no tardó en comprender que en cualquier caso era imposible que le pudiera oír con una ventana y casi cien metros de por medio. Entonces se le encogió el estómago y mientras se frotaba compulsivamente los ojos notó como el miedo se transformaba en pánico. La parálisis llegó cuando cayó en la cuenta de que no solo era imposible que le estuviera oyendo, si no también que le estuviera viendo.

Aun así, de pronto se sintió dominado por la ira e, incapaz de tolerar que alguien se atreviera a intentar infundirle miedo, arrojó el diario a la papelera que había justo al lado de la mesa y acto seguido lanzó el humeante puro dentro de ella. A los pocos segundos el diario y los documentos rotos y arrugados que llenaban la papelera (una propuesta de democracia participativa y transparencia, una petición de dimisión, un panfleto en el que se criticaban abiertamente sus decisiones y su actitud y un par de cartas del juzgado) empezaron a arder. Entonces se giró hacia El Remitente y a través de la ventana le lanzó una sonrisa triunfal, como si con aquel simple fuego estuviera fundiendo todas sus aspiraciones, sin embargo éste no alteró su gesto lo más mínimo.

El humo no tardó en viciar el aire del despacho y, en un impulso casi involuntario, saliendo de sopetón del duelo visual en el que se encontraba inmerso, se dio la vuelta para apagar el fuego, pero al girarse golpeó la papelera con el pié y los ardientes restos que esta contenía volaron por todo el despacho. Después todo pasó muy rápido. Primero ardió la alfombra, luego las cortinas, las sillas, el sofá, la mesa y el techo. El fuego no tardó en extenderse por el primer piso y llegar hasta el segundo y, a pesar del esfuerzo de los bomberos, en algo más de una hora el edificio entero se encontró presa de las llamas.

Todos los que fueron evacuados del edificio y muchos curiosos que se habían ido acercando al lugar, se agolparon en el otro lado de la plaza para contemplar el espectáculo. Él estaba entre ellos, y no pensó en que había sido una suerte que todos salieran ilesos, incluido el mismo; ni siquiera se felicitó (cosa extraña) por su propia supervivencia y tampoco experimentó el más mínimo sentimiento de culpa por ser el causante del incendio. No podía sacarse a El Remitente de la cabeza, tampoco sus palabras, entonces se giró hasta el lugar donde le había visto y de nuevo se le encontró mirándole fijamente.

Se volvió hacia La Solucionadora, quien no se había despegado de él desde que fueran evacuados, y mientras señalaba con el dedo índice el lugar donde estaba el hombre la preguntó si veía a alguien allí. Ella negó con la cabeza y le miró desconcertada.

- Ahí no hay nadie señor.
- ¡Pues claro que no hay nadie!—replicó él haciendo un esfuerzo por creer sus propias palabras.

Pero El Remitente seguía ahí, tan real a sus ojos como las llamas que tenía enfrente. En ese momento la voz de El Remitente volvió a meterse en su cabeza, sonaba nítida y a la vez lejana, como un eco que viene viajando de muy lejos. Entonces se dio la vuelta y de nuevo se dirigió apesadumbrado y pensativo a La Solucionadora.

- ¿No oyes la voz de un hombre?
- Oigo las voces de muchos hombres, la suya para empezar señor. ¿Se encuentra bien?
- ¡Pues claro que me encuentro bien!

Miró de nuevo a El Remitente, quien seguía erguido e inmóvil en el balcón, con gesto serio y altivo, clavándole su mirada implacable, y de pronto sintió un espasmo que le recorrió el cuerpo de arriba abajo. Una rabia inmensa se apoderó se su ser, su perpetua soberbia volvió de nuevo a alimentar sus sentidos y bajo su efecto narcótico y cegador se prometió que no iba a tolerar que nada ni nadie, ni de este mundo ni del otro, se interpusiera en su camino. Poseído por su propia ira lanzó una mirada amenazante a El Remitente y, acto seguido, ordenó a La Solucionadora que llamara a la policía inmediatamente.

En menos de cinco minutos ya había dos agentes junto a él esperando órdenes.

- Suban a esa casa y detengan inmediatamente al hombre que hay en el balcón—gritó señalando a El Remitente.

Los agentes miraron hacia el lugar indicado y luego se miraron el uno al otro con un gesto de perplejidad.

- Señor, ahí no hay nadie—dijo tímidamente uno de ellos.

- ¡Pues claro que no hay nadie!—respondió él enfurecido—, se habrá largado mientras os mirabais el uno al otro como dos pipiolos.

- ¿Subimos a la casa a buscarle?—preguntó el otro agente.

Pero no hubo respuesta. Les hizo un gesto a los agentes para que se largaran y estos desparecieron entre la multitud. El Remitente seguía en el balcón y no había movido un solo músculo desde que le viera por el ventanal de su despacho. Por un momento pensó que estaba perdiendo el juicio y que la voz de El Remitente resonando continuamente en su cabeza le estaba desquiciando. Contempló los restos incinerados del edifico, su piedra ennegrecida, los jirones chamuscados que antes fueran las banderas y que aun colgaban de los mástiles, y pensó desolado que su obra, la hecha y por hacer, había sido reducida a cenizas en un par de horas. Pero no ha sido por mi culpa, murmuró en voz alta, al final esa chusma se ha salido con la suya.

La Solucionadora oyó sus palabras y, aunque ciertamente convencida de que si había un responsable de aquel incendio no era nadie más que él, se apresuró a apaciguar la conciencia de su señor dándole la razón tanto como hiciera falta.

- Pues claro que no ha sido su culpa Señor—dijo condescendientemente.

- Seguro que esta gentuza, esos locos de atar, tenían esto planeado—siguió murmurando él.

- La gente sabrá entender quienes son los responsables y siempre estará de su lado. Nunca le retirarán su apoyo. Nunca.

- Nunca—repitió él mientras se dibujaba una sonrisa maliciosa en su rostro.

En un abrir y cerrar de ojos cruzó el espacio vacío que separaba el edificio de la gente que se había congregado en la plaza y se dirigió hacia el camión de bomberos. Ante el estupor de la multitud arrebató al jefe de la unidad el megáfono con el que impartía indicaciones al resto de bomberos y se subió encima del camión. Luego se puso el megáfono a la altura de la boca y, muy erguido y con los ojos fuera de sus órbitas, se dirigió a la multitud.

- Hay algunos que hoy estarán felices—gritó. Me refiero a los que llevan tantos años queriendo hundirme, hundirnos con mentiras y…esos mismos que han provocado este incendio.

Tras este comentario hubo un rumor generalizado entre los presentes, incluyendo los que habían sido evacuados del edificio entre la mayor confusión, quienes miraban al orador improvisado entre suspicaces y desconfiados. La razón era que, como en todas las reuniones públicas de este tipo, los rumores habían estado circulando desde el primer momento y el rumor mayoritario era que el incendio había comenzado en su despacho provocado por uno de sus puros. La Solucionadora, rauda y competente como siempre, notó enseguida como el gallinero se revolvía y corrió hacia el camión de bomberos para asesorar a su señor. Tras un breve intercambio de palabras entre ambos él prosiguió con su discurso.

- Esos cerdos también se han dedicado a pregonar que fui yo el que provocó el incendio. Malditos mentirosos. Creían que el plan les iba a salir redondo. No crean esos rumores, no tienen otro objetivo que hundirme. Todos sabemos quienes son y pronto tendrán que pagar por lo que han hecho.

La mayoría de los presentes asintieron aparentemente satisfechos ante tal explicación, pero de nuevo las dudas volvieron a surgir entre la multitud cuando un pequeño grupo de gente empezó a gritar que era un mentiroso. Como repuesta, él ordenó a la policía a través del megáfono que se llevara detenida a esa gente, cosa que los agentes hicieron sin demora. Después el silencio se adueñó de la plaza, situación que él aprovecho para continuar con el discurso.

- Ahora no solo no se conforman con quemar el edificio e intentar culparme, si no que quieren malmeteros a todos tomándoos por idiotas. Cuidaros, cuidaros muchos de calaña como esa. Pero ahora hay que centrarse en reconstruir lo que han destruido y en hacer que paguen por ello.

Definitivamente la gente se quedó tranquila al creer lo que más les convenía creer, como casi siempre pasa con las versiones oficiales que nos dan los que habitualmente se hacen llamar autoridades. Es más fácil, y más seguro, creer sumisamente y dejar la responsabilidad en manos de otros, que poner en duda las mentiras flagrantes y verse obligado a actuar contra ellas por principios.

Nada más terminar el discurso se dio cuenta aliviado de que la voz de El Remitente había desaparecido de su cabeza y alzó los brazos dibujando un gesto triunfal. Pero de repente notó un fuerte pitido en sus sienes, el mismo pitido que antes le recordara a la máquina que controla las constantes de los pacientes en los hospitales o, para ser más exactos, al momento en que esas máquinas dejan de registrar constante alguna. La voz de El Remitente regresó a su cabeza a la zaga del pitido y él se sintió atormentado por la claridad con la que podía oír aquellas palabras en su misma mente. Levantó la mirada y allí seguía El Remitente, sin inmutarse, sin moverse ni un milímetro, sin dejar de clavarle la mirada. Allí seguía, en aquel balcón que le elevaba cinco metros por encima de la multitud que le daba la espalda.

De nuevo sintió que estaba perdiendo el juicio y el discurso que acababa de dar se fue difuminando en su memoria hasta desparecer. En ese momento alzó de nuevo el megáfono y, ante el asombro del gentío se dirigió a El Remitente.

- ¿Por qué? ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? ¿Por qué demonios hablas en mi cabeza?

Entonces sintió que la voz decía: “No hablo en tu cabeza, si no en tu conciencia”.

- ¿Qué significa toda esta mierda? ¿Qué todo lo que he hecho no es más que ceniza? ¿Qué ya no podré seguir…? No os vais a hacer conmigo. ¿Me oyes? Yo soy el amo de este lugar y ni tú ni nadie me va a impedir seguir mandando a mi antojo.

La Solucionadora escaló como un resorte a lo alto del camión para arrebatarle el megáfono pero él la gritó violentamente que se largara. Ella, entre confundida y acobardada, volvió sobre sus pasos y se alejó de la plaza perdiéndose entre las bocacalles. Todos los presentes, incluidos los bomberos, le miraban en silencio, atónitos, petrificados, como si sus circuitos cerebrales se estuvieran colapsando ante el espectáculo que estaban presenciando. De vez en cuando volvían la cabeza y miraban a lo alto para intentar encontrar la persona a la que él se estaba dirigiendo como un poseso, pero, al no ver a nadie, su estupor se acrecentaba.

- ¿Creéis que me he vuelto loco?—gritó al público a través del megáfono. Pues mirar, mirar el balcón del primer piso de aquella casa y decirme si no veis a nadie.

Todo el mundo miró hacía donde decía para después volver su mirada de nuevo hacía él. Solo se oía silencio. Entonces él sintió como la voz de El Remitente, esas palabras que llevaban toda la mañana resonando confusamente en su cabeza, se adueñaban completamente de su ser hasta enredarse en sus cuerdas vocales y que, ante su propia impotencia, subían imparables por su garganta hasta salir al exterior enfilando el extremo del megáfono.

La España de charanga y pandereta,
Cerrado y sacristía,
Devota de Frascuelo y de María,
De espíritu burlón y de alma quieta,
Ha de tener su mármol y su día,
Su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
Vacío y, ¡por ventura!, pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
Un sayón con hechuras de bolero,
A la moda de Francia realista,
Un poco al uso de París pagano,
Y al estilo de España especialista
En el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
Vieja y tahúr, zaragatera y triste;
Esa España inferior que ora y embiste,
Cuando se digna usar la cabeza,
Aún tendrá luengo parto de varones
Amantes de sagradas tradiciones
Y de sagradas formas y maneras;
Florecerán las barbas apostólicas,
Y otras calvas en otras calaveras
Brillarán, venerables católicas,
El vano ayer engendrará un mañana
Vacío y, ¡por ventura!, pasajero,
La sombra de un lechuzo tarambana,
De un sayón con hechuras de bolero:
El vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
De vino malo, un rojo sol corona
De heces turbias las cumbres de granito;
Hay un mañana estomagante escrito
En la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
La España del cincel y de la maza,
Con esa eterna juventud que se hace
Del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
Con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea. (1)

La tarde cayó en silencio mientras todo el mundo abandonaba la plaza. Los bomberos también se fueron, no sin antes bajarle del camión, arrancarle el megáfono de la mano y dejarle sentado en medio de la plaza. Cuando sintió que aquella inmensa soledad le aplastaba como un mazazo se dio la vuelta buscando a El Remitente, pero ya no estaba. Y no quedó nadie más que él, contemplando alucinado las ruinas de su edificio.

.

(1) Antonio Machado.


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 1 comentario
  •  El Remitente  4 de enero de 2014 19:08, por Juanjo

    Aquel hombre asomado al balcón me recitó una vez, y de memoria - y no creo en la casualidad- el mismo trozo de Machado que te ha inspirado el escrito.
    Pero el hombre del megáfono no creo que estuviera loco, creo que al final se quedó solo.Con las alforjas bien llenas, pero solo. Aquellos
    que lo adulaban sólo lo hacían por lo que era y no por su persona, le abandonaron con el cargo.
    Ni estaba loco ni le pillaba de sorpresa. Porque de quien no se espera arrepentimiento no podemos justificar cordura ni siquiera al final de sus días.
    Aquél fumador de puros estaba acostumbrado a echar la culpa a los demás y, como mentiroso compulsivo que era, al final se creía hasta sus propias mentiras. Su cerebro seguirá pensando que otro fue el culpable del incendio
    aún viendo sus ojos las cenizas de lo que había provocado, como tantos incendios que ya a lo largo de los años había ido tejiendo entre los vecinos.

    Buen relato.

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